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LA FAMILIA, PRINCIPAL ESCUELA PARA APRENDER LA PAZ Y EL AMOR

26.02.2014 11:31

LA FAMILIA, PRINCIPAL ESCUELA PARA APRENDER LA PAZ Y EL AMOR

La familia es raíz de identidad: en ella se adquiere una cultura, una religión, un modo de ver la vida. Sin familia, no hay arraigo. Ella es el lugar privilegiado para aprender la solidaridad, el respeto, la fe, el amor. Sin amor, la libertad se transforma en soledad[1].

La familia es la primera y principal transmisora de valores  (o antivalores) y expectativas. En definitiva, la mayor parte de las cosas que uno valora, teme, desea, desprecia, las ha aprendido a valorar, temer, desear, despreciar en la familia. No olvidemos que LOS NIÑOS APRENDEN LO QUE VIVEN. Si en la casa nos tratamos a gritos, los hijos serán agresivos, si cultivamos una cultura machista, los hijos serán machistas; si nos apreciamos y tratamos con cariño, los hijos aprenden a querer, a superar su egoísmo.

Hoy, sin embargo, vemos cómo numerosas   familias van renunciando a su papel de primeros y principales educadores de sus hijos, y delegan en la escuela sus responsabilidades educativas. Tenemos así la terrible contradicción de padres que no saben cómo educar a uno, dos o tres hijos, y esperan que un maestro eduque a cuarenta. Por otra parte, en Venezuela más que la familia nuclear (compuesta por padre, madre e hijos), predomina la familia matricentrada, donde la pareja como institución es muy débil. El hombre transita en torno a varias mujeres, en torno a varias familias, sin terminar de establecerse en ninguna. El padre se desentiende de los hijos y la mujer asume la responsabilidad casi total de su crianza. El padre queda ausente y la madre se convierte en el eje de la vida familiar. Incluso en los casos en que el hombre no se va del hogar, suele ser una figura distante y se desentiende de la educación y orientación de los hijos, tarea que le toca por completo a la madre.

El nexo que el hombre venezolano mantiene a lo largo de la vida es con su madre. El hombre venezolano siempre será hijo, mucho más que esposo o padre, por eso sólo tiene relación estable y duradera con la madre y lo materno. Los hijos le interesan mientras le interesa la mujer. Para él, la familia es la madre, con la que nunca terminará de cortar el cordón umbilical. El hijo siempre regresa a la madre.

La mujer por su parte, se emancipa de la madre a temprana edad, pues ella misma aspira a ser madre, reproduciendo así la estructura familiar prevaleciente. Por ello, si para el varón la familia es la madre, para la mujer la familia son los hijos. Ahora bien, aunque la familia es matricentrada, sigue siendo una familia eminentemente patriarcal. Es el hombre el que ocupa la posición de poder que, en casos demasiado frecuentes, cultiva un machismo desorbitado que considera  a la mujer un ser inferior, buena sólo para la cama y el servicio.

Para la mujer, el hijo es el capital emocional de la madre. Cuantos más hijos tenga, mayor será su imperio emocional. El hijo concebido suplirá la ausencia del marido que pronto se marchará. Por todo ello, más que el amor del esposo, le interesa el amor de los hijos.

Ante esta realidad, es urgente que trabajemos por fortalecer la pareja, como base para la familia integrada y estable, y que los esposos cultiven con esmero su amor. .  Si Dios es Amor y nos hizo a su imagen y semejanza, somos seres para amar. El sentido de la vida es el amor y sin amor la vida no tiene sentido. El amor es fuente de alegría y de vida.  Es verdad que hay distintos tipos de amor: el de padres a hijos, el amor entre hermanos, el amor de amigos, el amor servicial,   pero ninguno tiene tanta intensidad como el amor de pareja. Cuando uno se enamora irrumpe otra vida en la vida de uno, otro corazón empieza a latir en el propio corazón. La  persona entera busca la totalidad del otro, su alma, su corazón, su cuerpo. Por ello, el amor de pareja es un amor sexuado que en el poema de los cuerpos enlazados, celebra la ternura, la entrega, el éxtasis. 

Pero no podemos olvidar que hoy la palabra amor se ha devaluado y generalmente  se confunde  con el mero gustar, con el deseo de posesión, con la atracción física, con una emoción. Por ello hay que recordar la famosa definición de Aristóteles: “Amar es  querer el bien del otro o  de la otra”, es  preocuparse y ocuparse por la felicidad del otro, es encontrar la propia felicidad en la felicidad del otro. Amar es ayudar a crecer a la persona amada y alegrarse de verdad de su crecimiento.  

Dijimos que amar es Querer: es un acto de la voluntad: Quiero quererte, decido quererte, en las buenas y en las malas, en los triunfos y en las derrotas, en los éxitos y en los problemas. El amor  implica coraje, determinación, capacidad de entrega y sacrificio. El amor funciona si lo hacemos funcionar. Hay que cultivar el amor como se cultiva una planta: regarlo, abonarlo, apartar todo lo que hace daño, analizarse permanentemente para descubrir qué actitudes o conductas dañan o empobrecen el amor y qué otras lo robustecen. Como todo lo que está vivo el amor o crece o muere. La mayor parte de los matrimonios que fracasan es porque dejan morir el amor de hambre, no lo siguen alimentando cada día, no siguen enamorando al ser querido con pequeños detalles, con gestos, con sonrisas, con atención, con palabras.  Hogar tiene las mismas raíces que hoguera, y el fuego es ardiente, fuerte, vivo.

No hay dos fuegos iguales, no hay dos matrimonios iguales. El matrimonio debe ser fuego y juego, detalle y pasión. En definitiva, es encontrar unos ojos de por vida donde mirarse y verse siempre bello a pesar de los achaques, de las huellas del tiempo o la enfermedad.  El tiempo es para el amor como el viento para el fuego. Si el fuego es pequeño, el fuego lo apaga, si es fuerte, el viento lo aviva. Lo mismo sucede con el amor: si  es puro capricho, gustar, o mero deseo sexual,  el tiempo lo apaga; pero si es determinación  de caminar al encuentro de otro, de unir no sólo los cuerpos, sino los corazones, los sueños, los proyectos, el tiempo lo aviva. Si insisto en que hay que alimentar cada día el amor, hay que empezar alimentándolo con la palabra.

Por ello, los esposos deben comunicarse mucho, hablar ante los problemas, escuchar siempre al otro antes de enjuiciar, escuchar as palabras pero también los silencios, las preocupaciones, las angustias, los miedos…Para alimentar el amor, los esposos  deben tener estas seis frases siempre en la punta de los labios y en lo profundo de los corazones: Te amo; te necesito; eres lo mejor que me ha pasado en la vida, perdóname, ayúdame, y gracias por existir, por todo lo que eres y me das  y porque Dios te puso en mi camino para hacerme  feliz.[2]  

Para la Madre Teresa de Calcuta, el deterioro de la familia es una de las razones principales de que haya tanta violencia y tantos problemas en el mundo:

Pienso que hoy el mundo está de cabeza y está sufriendo tanto porque hay tan poquito amor en el hogar y en la vida de familia. No tenemos tiempo para nuestros niños, no tenemos tiempo para el otro, no hay tiempo para gozar uno con el  otro. El amor comienza en el hogar;  el amor vive en los hogares y esa es la razón por la cual hay tanto sufrimiento y tanta infelicidad en el mundo de hoy. Todo el mundo hoy en día parece estar en tan terrible prisa, ansioso por desarrollos grandiosos y riquezas grandiosas y lo demás, de tal forma que los niños tienen muy poco tiempo para sus padres. Los padres tienen muy poco tiempo para ellos, y en el hogar comienza el rompimiento de la paz del mundo.

Hay mucha hambre de pan: pero hay mucha más de amor y de reconocimiento. Algunas veces pensamos que la pobreza es sólo tener hambre, frío y un lugar donde dormir. La pobreza de no ser reconocido, amado y protegido es la mayor pobreza. Debemos comenzar en nuestros propios hogares a remediar esta clase de pobreza.

La ausencia de la familia la están llenando los juguetes cada vez más sofisticados, el televisor, los aparatos  electrónicos, los amigos, las bandas. De ahí la necesidad de que la familia recupere su papel de principal educadora de los hijos. Para ello, debemos tomar en cuenta estos ochos principios: 

1.- Los padres no deben ser ni permisivos ni autoritarios. La permisividad lleva a que los hijos crean que tienen derecho a todo; crecen  blandengues, sin voluntad ni carácter, caprichosos y egoístas,   incapaces del menor esfuerzo y sacrificio. El autoritarismo les lleva a ser agresivos, violentos, y a huir físicamente si son de carácter fuerte, y a evadirse al mundo de los sueños, a vivir permanentemente ensimismados, “en la luna”, si son de carácter débil.

El arte de educar supone, en definitiva,  saber combinar acertadamente el cariño y la firmeza. La firmeza, sin cariño, degenera en autoritarismo y sobreexigencia y desencadena fácilmente en el niño sentimientos de miedo o rigidez. Pero el cariño, sin firmeza, se convierte en el permisivismo del “todo vale”, privando al niño de referencias seguras. Si en el primera caso, el niño corre el riesgo de volverse rígido o temeroso, en el segundo crecerá inseguro y caprichoso, sin recursos ante las dificultades y, en consecuencia, ante los problemas se deprimirá u optará por salidas superficiales o violentas.

Si no sabemos combinar cariño con firmeza, no estaremos ayudando a los niños a crecer seguros y felices. La ley del péndulo ha regido también en el campo educativo: de una educación marcadamente autoritaria, estamos pasando a otra permisiva, con la falsa idea de que cualquier frustración causa traumas irreparables. Si esta teoría prende en padres que temen que sus hijos dejen de quererles si les ponen límites, no resulta difícil imaginar las consecuencias desastrosas a las que puede conducir. Tan desastrosas que se están levantando voces enérgicas reclamando la atención sobre los riesgos de tal modelo educativo. Me referiré aquí solamente al libro “El pequeño dictador: cuando los padres son las víctimas”, escrito por Javier Urra, psicólogo clínico y pedagogo terapeuta, que fue también el primer Defensor del Menor en España.

La descripción que hace Urra de esos pequeños dictadores resulta escalofriante:

“El niño en muchos hogares se ha convertido en el dominador de la casa, se ve lo que él quiere en la televisión, se entra y se sale a la calle si así a él le interesa, se come a gusto de sus apetencias. Cualquier cambio que implique su pérdida de poder, su dominio, conlleva tensiones en la vida familiar, el niño se vive como difícil, se deprime o se vuelve agresivo. Las pataletas, los llantos, sabe que le sirven para conseguir su objetivo. Son niños caprichosos, consentidos, sin normas, sin límites, que imponen sus deseos ante unos padres que no saben decir no. Hacen rabiar a sus padres, molestan a quien tienen a su alrededor, quieren ser constantemente el centro de atención, que se les oiga solo a ellos. Son niños desobedientes, desafiantes.

No toleran los fracasos, no aceptan la frustración. Echan la culpa a los demás de las consecuencias de sus actos. La dureza emocional crece, la tiranía se aprende, si no se le pone límites. Hay niños de 7 años y menos que dan puntapiés a las madres y éstas dicen ‘no se hace’ mientras sonríen: o que estrellan en el suelo el bocadillo que le han preparado y posteriormente le compran un bollo.

Recordemos esos niños que todos hemos padecido y que se nos hacen insufribles por culpa de unos padres que no ponen coto a sus desmanes. La tiranía se expone en las denuncias de los padres contra algún hijo, por estimar que el estado de agresividad y violencia ejercido por este o esta, afectaba ostensiblemente al entrono familiar.

Otro hecho reiterado es el de las fugas del domicilio y el consecuente absentismo escolar con conductas cercanas al conflicto social. En otros casos, el hijo o hija entra en contacto con la droga y es a partir de ahí donde se muestra agresivo/a, a veces con los hermanos. Otros casos son los hijos que utilizan a sus padres como ‘cajearos automáticos’, o con chantajes, o manifestando un gran desapego hacia sus progenitores, transmitiendo que  profundamente no se les quiere”[3].

Urra aconseja que, desde el principio, acostumbremos a los niños a no darles todo lo que  piden. Ellos deben valorar las cosas, aprender a esperar, a soñar, a esforzarse por conseguir lo que desean, y a no frustrarse cuando no lo pueden obtener. De no hacerlo, empiezan por no darle valor a las cosas y terminan por no darle valor a las personas. Es muy positivo hacerles saber que hay otros niños que no tienen juguetes, que no tienen nada, que compartir proporciona felicidad. El niño ha de ser rico, pero más que por las cosas que tiene, por el número de sonrisas que recibe y por el tiempo de calidad que disfruta con sus familiares.

Formar hijos íntegros y humanos no es tarea fácil pues hoy existe una gran presión social y familiar para educarlos en un mundo de consumismos, complacencias, mediocridades y flojera. Por ello, necesitamos padres valerosos, verdaderamente comprometidos en la formación del carácter y el corazón de sus hijos. Educar exige constancia, entrega, disgustos y sonrisas compartidas. Exige  sobre todo coherencia  y mostrarse como ejemplo de los valores que se quieren inculcar.

Educar no  admite desánimo ni vacaciones. Es un programa de vida enmarcado en un clima de alegría, responsabilidad, comprensión, apoyo y exigencia. Sin embargo, en nuestros días, y sobre todo en las clases más acomodadas, pareciera que lo fundamental es complacer en todo a los hijos, para evitar enfrentarlos y contradecirlos, sin caer en la cuenta que  esa actitud puede causarles confusión y ser el origen de conductas egoístas, impulsivas y agresivas. Estamos enfermos de consumismo, permisividad  e hiperhedonismo.  

 Dar a los niños todo lo que piden: juguetes, dinero, objetos, dejarles hacer lo que quieran, ceder ante sus deseos es un gravísimo error, pues estaremos haciendo  de ellos unos seres egoístas y caprichosos. Los que nunca se esforzaron ni vencieron de pequeños, harán lo mismo de adultos. Serán personas irresponsables e inmaduras, siempre con excusas, caprichosos y agresivos, que se  la pasarán culpando a los demás de sus problemas e intentarán resolverlos por medio de la violencia. 

 Si bien los padres no deben ser autoritarios, no pueden renunciar a ejercer su autoridad. La palabra autoridad viene del latín, auctoritas, que significa hacer crecer, ayudar a ser más y mejor. Las palabras auge y aupar, son primas hermanas de autoridad. La verdadera autoridad proporciona seguridad, hace crecer la autoestima.

Supone decir un no decidido en las ocasiones que sea preciso, y no ceder convirtiéndolo en sí; no halagar si no hay motivos, enseñar a esforzarse, a ser ordenado y responsable. Los niños deben aprender desde pequeños que lo que realmente vale cuesta, y que lo que conseguimos con nuestro esfuerzo tiene más valor y provoca más satisfacción que lo que se nos da gratuitamente.

2.- Los padres deben aceptar a sus hijos como son, no como ellos querrían que fuesen. Aceptarlos con sus cualidades, pero también con sus  fallos y limitaciones, ayudándolos siempre a superarse.  Cada hijo es un ser  maravilloso, un milagro entre milagros, infinitamente amado por Dios que lo creó por amor y para la felicidad y necesita de los padres para que logre alcanzar la felicidad.  De ahí que los padres deben valorar más los esfuerzos que los logros y nunca deben comparar a un hijo con sus hermanos o  con los hijos de otros,  pues cada persona es única e irrepetible y se le debe ayudar a que sea  ella, no a que sea como los demás.

Sí es conveniente que los padres conozcan quiénes son los amigos de sus hijos, a dónde salen,  de modo que los ayuden a evitar amistades peligrosas que pueden  introducirlos en el mundo de la delincuencia o de las drogas. Recordemos que hoy los grupos de amigos son los principales agentes de socialización. De ahí la importancia de que los hijos participen en algún grupo juvenil del colegio o en campañas de trabajo comunitario, de apostolado o de servicio. 

3.- Los padres deben respetar siempre a los hijos y no maltratarlos nunca ni de palabra ni con gestos o acciones. Las palabras pueden ser instrumentos de encuentro o de distanciamiento: con ellas podemos hundir o acariciar, golpear o animar, construir barreras o destruirlas. De ahí que es tan importante evitar los insultos, las ofensas, las descalificaciones y cultivar las palabras positivas, que animan, que curan, que siembran el optimismo y la esperanza.

En cuanto a la violencia física, debe evitarse por todos los medios: “Si le pegas a tu hijo porque maltrató o pegó a su hermanito, eso es lo que aprenderá a hacer”. No olvidemos nunca que la violencia es la más triste e inhumana ausencia de pensamiento, y que, como promotores de la cultura de la paz, debemos combatirla con decisión y firmeza, sobre todo en estos tiempos en que se está convirtiendo en una especie de cultura. El corazón de las personas está lleno de agresión y de violencia y nos parece normal insultarnos, agredirnos, tratarnos a gritos.  Valiente no es el que ofende o golpea, sino el que tiene el coraje y el valor de dominar sus instintos destructivos y es capaz de responder al mal con bien.  De ahí la importancia de trabajar en las familias y con las familias  la cultura de la paz.

Según el sacerdote salesiano Alejandro Moreno que lleva muchos años viviendo en un barrio de Petare y ha investigado en profundidad el fenómeno de la violencia, especialmente la violencia juvenil, en el origen de los delincuentes está el desamor sobre todo de la madre (o lo que el niño o joven interpretó como desamor). Según Moreno, aquellos hijos que cuentan con una madre (aunque esté ausente el padre) que se preocupa por ellos, están en condiciones de superar la tentación de caer en las garras de las bandas, las drogas y la violencia.

4.- Los padres deben corregir, pero sin herir. Con dulzura,  pero con firmeza. Firmeza para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla. Saber decir no y poner límites es una forma de amar. Si bien hay que ser muy flexibles y comprensivos, es importante mantenerse en la decisión tomada y explicar los motivos sin exagerar ni sermonear, de modo que los hijos sientan que la corrección es por su bien. También es importante que ambos padres, o los diferentes miembros responsables de la familia,  actúen de acuerdo y eviten caer en contradicciones: uno es permisivo y el otro exigente;  uno sanciona y el otro levanta  la sanción.   

El niño sin alguien que lo guíe se desorienta, se vuelve intransigente, soberbio e inestable. Y el adolescente, aunque parece rechazar toda norma y se rebela contra la autoridad de los padres o profesores, necesita más que nunca de su cercanía y comprensión. En definitiva, los adolescentes admiran a los adultos coherentes y felices.

En esta cultura  que vivimos, donde la norma para muchos jóvenes es hacer sólo “lo que les provoca”, los padres deben insistir con ternura pero con firmeza   en el cumplimiento del deber, para que los hijos vayan comprendiendo  que en la vida hay que hacer muchas cosas que a uno no le gustan. Con su ejemplo las mamás pueden hacerles comprender  que pararse temprano a prepararles el desayuno o cocinar cuando vuelven cansadas del trabajo no es algo que les gusta, pero lo hacen porque es su deber y lo hacen con cariño para que todo en la familia marche bien. El deber esencial de la mayoría de los jóvenes  es estudiar y también colaborar en algunas tareas de la casa. Y esto deben hacerlo les guste o no  les guste. De ahí la importancia de ayudarles a disciplinar su tiempo, estableciendo con ellos un horario para el estudio, los juegos, la televisión o el internet. 

5.- Los padres deben crear un  ambiente de verdadera comunicación en el hogar con los hijos. Esto implica  invertir el tiempo necesario para  escucharles  e interesarse por sus cosas: preguntarles cómo les fue en el colegio, qué hicieron, qué amigos tienen; ayudarles en las tareas, pero sin hacérselas. Alabarles las cosas que hacen bien, los esfuerzos, ensalzar sus cualidades. Hay que evitar la quejara, el pesimismo, el insistir siempre en las cosas negativas y cultivar un clima de optimismo, esperanza  y alegría, relativizando los problemas, aprendiendo a verlos como oportunidades para crecer y madurar.  No olvidemos que el buen humor es fundamental en todo, pero especialmente  para estrechar los lazos familiares. Padres pesimistas, amargados, que se la pasan quejándose y culpando siempre a otros, originarán hijos pesimistas,  tristes y miedosos.

6.- Amar a los hijos es perdonarlos siempre. No es posible amar sin perdonar. Quien no sabe perdonar, no sabe amar. El perdón es un acto de amor a sí mismo y al otro. Perdonar es la única forma de ser libre pues destruye las cadenas del rencor, la rabia, el enojo y el ansia de venganza que envilecen y consumen. Perdonar es sanar la herida y recuperar la paz interior. El perdón transforma el resentimiento en alegría, el odio en ternura. Si no perdonamos, seguimos encadenados al rencor  y la tristeza. Al perdonar, en cierto modo, dejas de sufrir. Te libras del dolor y libras al otro de la culpa y de la capacidad de seguir haciendo daño. Perdonar no es olvidar; es recordar sin dolor, con paz.

7.- No olvidemos nunca que el mejor educador es el ejemplo. Un buen ejemplo vivencial educa más que mil sermones. De ahí la importancia de ser coherentes entre lo que decimos y exigimos y lo que hacemos. No olvidemos nunca que todos educamos o deseducamos no tanto por lo que decimos, sino por lo que hacemos y somos.  De muy poco va a servir dar consejos a los hijos si uno no vive o practica lo que propone. Los hijos siempre harán lo que vean hacer a sus padres y no lo que les dicen que hagan, si ellos no lo hacen.

8.- Hoy es muy difícil educar si padres y maestros, familias y escuelas no trabajan unidos. Es muy poco lo que pueden hacer los maestros, si no cuentan con el apoyo y la alianza de los padres. Todo lo que hagamos por trabajar juntos, por educarnos en común, será poco para los problemas que hoy deben enfrentar los niños y los jóvenes en este mundo tan violento e inhumano.

 

Fuente: https://antonioperezesclarin.com/2012/11/26/la-familia-principal-escuela-para-aprender-la-paz-y-el-amor/